Cae la nieve, blanca y silenciosa. Cae la nieve y cubre la tierra. El frio aumenta, el viento ulula. Silenciosas figuras grises recorren las resbaladizas calles de la ciudad, en busca de un lugar donde pasar la noche al calor del fuego.
De entre todos ellos, un encapuchado permanece quieto, de pie en medio de la calle, fijos los ojos en los purísimos copos que caen del cielo. Asombrado ante tal belleza, la figura extiende los brazos, en un intento por capturar alguno de aquellos. Mas sus esfuerzos son en vano, pues cada vez que sus manos se cierran en torno a uno, el copo de nieve desaparece, derretido por el calor de su cuerpo.
Ensimismado en su imposible tarea, el encapuchado no se ha percatado de otra figura que, oculto entre las sombras, observa con creciente interés sus movimientos. Mas al poco tiempo, el interés pasó a ser fascinación, y no tardó mucho en unirse al primero en su extraña caza.
Apenas había cerrado sus manos alrededor de un nuevo copo, cuando el primer encapuchado notó la presencia del hasta entonces observador a tu lado. Los movimientos de ambos se detienen un momento, y sus ojos se cruzan en un fugaz instante en el que el tiempo parece detenerse.
No hablan, las palabras sobran. Lentamente, sus manos retiran las capuchas que cubren sus respectivas frentes. Y de pronto, la caza adquiere un nuevo sentido, y sus movimientos se entrecruzan, se mezclan en una frenética danza a lo largo de la calle, pues la captura del copo de nieve tiene ahora un nuevo objetivo: regalárselo él a ella, entregárselo ella a él.